Opinión- Actualidad Metropolitana
11 de agosto de 2025
Por: Walter Betancur Montoya
Concejal de Itagüí
La democracia se sostiene sobre pilares esenciales: el respeto por la vida, la libertad de expresión y la existencia de una oposición fuerte y protegida. Sin embargo, los hechos recientes nos obligan a preguntarnos si esos pilares siguen en pie o si se están resquebrajando peligrosamente.
El magnicidio de Miguel Uribe Turbay, senador de oposición y precandidato del Centro Democrático a la presidencia,no solo enluta a su familia y a sus seres queridos; también golpea a la democracia misma. Cuando un dirigente político cae víctima de la violencia, el mensaje es devastador: hacer política puede costar la vida. Y aunque las investigaciones deberán esclarecer lo ocurrido, la percepción ciudadana ya está marcada por una sombra de miedo y desconfianza.
Esta situación nos recuerda inevitablemente el caso de Venezuela, donde no solo se persigue judicialmente y se encarcela a la oposición, sino que, en múltiples ocasiones, se le ha eliminado físicamente. El uso de la violencia —sea desde el poder o amparada por la indiferencia del Estado— es la negación más brutal del disenso y el pluralismo.
Lamentablemente, en lo local también vemos señales alarmantes. En Itagüí, por ejemplo, se ha normalizado un lenguaje violento contra quienes ejercen control político. En mi ejercicio como concejal de oposición, por el simple hecho de hacer control político y denunciar a quienes incumplen la norma, he sido tildado de “machista” de forma reiterada por parte de concejales de gobierno, poniéndome una lápida simbólica a mi trabajo, pues este tipo de gestos no son simples “provocaciones políticas”: son mensajes de odio que, en un contexto polarizado, pueden traducirse en amenazas reales contra la vida.
La pregunta es inevitable: ¿estamos dispuestos a aprender de las tragedias que han destruido democracias vecinas o vamos a repetir su historia? La oposición no es un enemigo a destruir; es una voz necesaria para el equilibrio del poder y la transparencia. Silenciarla, intimidarla o estigmatizarla es abrir la puerta a un autoritarismo que, cuando llega, ya no se va.
Colombia debe decidir si quiere seguir siendo una nación donde el debate se da con argumentos o convertirse en un país donde la política se define por quién intimida más o quién sobrevive. La historia nos advierte que el paso de las palabras violentas a los hechos violentos es corto. Ojalá tengamos la madurez como sociedad para detenernos antes de cruzarlo.
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