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martes, 9 de diciembre de 2025

Del bipartidismo al supermercado de partidos: la política al mejor postor en Colombia

Opinión- Actualidad Metropolitana

Por: Actualidad Metropolitana

Martes 9 de diciembre de 2025


Durante más de un siglo, Colombia fue gobernada bajo la hegemonía casi exclusiva de dos colores: rojo y azul. Liberales y conservadores definieron la vida política del país, marcaron la historia con guerras civiles, pactaron la paz entre élites y repartieron el Estado como si fuese un botín que les pertenecía por derecho divino. Con la Constitución de 1991 llegó como una bocanada de aire fresco para la política colombiana: pues ésta abrió la puerta al pluralismo, al reconocimiento de nuevas expresiones, territorios e identidades. El país, por fin, podría escuchar más voces.





Sin embargo, con el paso del tiempo, esa pluralidad derivó en una proliferación excesiva de partidos y movimientos, muchos sin estructura, sin doctrina y sin trayectoria, que tocó “depurar” por medio de normas que miden en las elecciones la verdadera representación de los partidos políticos y movimientos significativos de ciudadanos. 


Hoy, Colombia parece un supermercado político donde cada estante tiene su propia etiqueta partidista… pero casi todos los productos saben igual. No hay ideas, hay intereses, no hay proyectos colectivos, hay cálculos individuales. Hoy por ejemplo, vemos como varios partidos de izquierda se unen para desaparecer y hacer realidad los intereses políticos del Presidente Petro por medio de la conformación de un solo partido político.


Algunos congresistas y dirigentes políticos que se autodenominan de derecha, izquierda o centro suelen tener algo en común: su ideología es tan frágil que se quiebra al primer ofrecimiento de una gerencia, un contrato estatal o unos meses más en la nómina pública. El transfuguismo —ese “cambiazo” constante de camiseta partidista— se ha convertido en deporte nacional.


Hay quienes un día juran defender la libertad económica, al siguiente se abrazan con quienes prometen estatizarlo todo. Y cuando les conviene, se declaran independientes, como si eso borrara sus incoherencias previas, luego, cuando se quedan sin aval de su partido para ser candidatos, por actuar en contra de las ideologías de los partidos, se ponen a llorar.


El problema no es la multiplicación de partidos. La diversidad política es fundamental para una democracia viva. El problema es que muchas colectividades nacen y mueren al ritmo de su financiamiento, se ordenan desde los ministerios y no desde la ciudadanía, y funcionan como franquicias personales para negociar poder y favores. Algunos partidos y líderes políticos con tal de sobrevivir a una elección, logran juntarse con los contrarios con el fin de garantizar su objetivo, pero perdiendo su ideología y su identidad.


El Congreso se llena de voces que simulan defender a la gente, pero a la hora de votar leyes, lo hacen pensando en quién les asegura la próxima campaña, no en quién los eligió. ¿Y la consecuencia? Reformas improvisadas, leyes hechas a la carrera, decisiones que comprometen el futuro del país sin ningún sentido de responsabilidad histórica.


Además, hay un fenómeno especialmente preocupante: quienes manipulan la fe para cautivar votos. Aquellos que se disfrazan de creyentes, citan la Biblia en campaña y se toman fotos en iglesias, pero al ganar se les olvida que "Jesús es verbo, no sustantivo"; acción, servicio y coherencia, no simple discurso. No hay peor engaño que el de quienes usan el nombre de Dios para conquistar poder y luego actúan exactamente en contra de los valores que predican. La fe no puede seguir siendo utilizada como mercancía electoral.


Pero la ciudadanía también ha cambiado. Ya no estamos en los tiempos en que los políticos podían esconder sus traiciones detrás de discursos vacíos. Hoy existen las redes sociales: ese ojo vigilante y permanente que registra, confronta y recuerda. Las votaciones quedan expuestas. Las contradicciones quedan grabadas. Los pactos bajo la mesa se filtran. Ya no funciona la vieja excusa de creer que “el pueblo es bobo” y que olvidará mañana lo que hicieron ayer.


Por eso, se acerca un momento crucial: reivindicar el voto como herramienta de control y de castigo democrático. No basta con indignarse desde el sofá o compartir un post en redes sociales de rabia. El poder de transformar la política está en la acción más simple y a la vez más decisiva: votar con memoria, votar con carácter, votar pensando en la coherencia, no en el favor recibido.


Es hora de premiar a quienes cumplen, a quienes se mantienen firmes frente a la presión del gobierno de turno o de la maquinaria corrupta. Y también de castigar a quienes se venden para aprobar reformas que golpean al ciudadano, a quienes jugaron a ser opositores y terminaron siendo cómplices, a quienes desde lo local dijeron “no sigamos el rumbo que el país tiene” y en lo nacional traicionaron la patria que juraron defender con unos principios y los remataron al mejor postor. 


Colombia no puede seguir atrapada en una democracia de papel, donde los votos se transan como mercancía y la dignidad se negocia en ventanilla. La pluralidad debe significar más ciudadanía y más control, no más politiqueros y más trampa.


La política debe volver a ser un proyecto ético y colectivo, no un negocio privado disfrazado de servicio público. Si la clase política se acostumbró a creer que todo vale, es el pueblo quien debe demostrar que no es así. Porque cuando el poder deja de tener límites y consecuencias, deja de ser democrático.

Las próximas elecciones legislativas no son solo otra cita en el calendario: son la oportunidad de limpiar la casa y recordarles a quienes hoy ostentan el poder que aquí el que manda es el ciudadano. Que los escaños o curules son prestadas, que el voto se respeta, y que quien traiciona al pueblo, tarde o temprano, será condenado por él. 

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